¿Recuerdas Luz Estela? Fue en el homenaje a Octavio Paz, en el Instituto Cultural Mexicano de Washington DC, donde tú trabajabas. Tú me lo presentaste y me dijiste: "es español, pero huyó de la guerra civil española cuando era un niño y se siente español y mexicano. Es un gran poeta. Además, es amigo de Patricia Rodríguez Ochoa (*) y trabajaron junto en la revista "Vuelta".
Y hablamos con él mucho tiempo. Y también al día siguiente. Y me contó que encuadernaba a mano sus libros de poemas para regalárselos a los amigos porque no quería que los compraran en una librería (los que no eran sus amigos sí los compraban). Además, le entretenía mucho hacer esos trabajos manuales. Me atreví a pedirle que me enviara alguno y me envió unos cuatro o cinco que aún conservo como un tesoro. Hablé con él varias veces por teléfono cuando yo vivía en Madrid y él estaba en la ciudad….ya sabes que vivía a caballo entre España y México. Siempre le agradecía el envío de sus libros artesanales de poesía. Y me hablaba de sus nietos y de sus viajes a México. Era una persona afable, tranquila, con sentido del humor y con la mente joven. Ha muerto en su México del alma. Adiós, maestro.
Transcribo dos artículos que acaban de publicar EL PAÍS, España y LA REFORMA de México porque resumen las peripecia vitales y profesionales de Tomás Segovia.
(*) Patricia Rodríguez Ochoa. Ver en el Blog, en abril, 2011.
http://caxigalinas.blogspot.com/2011/04/yuri-knorosov-el-descubrimiento-de-la.html
MUERE A LOS 84 AÑOS EL POETA TOMÁS SEGOVIAEL PAÍS. ESPAÑA. JAVIER RODRÍGUEZ MARCOS | Madrid 08/11/2011
Tomás Segovia nació en España en mayo de 1927 y murió en México el 7 de noviembre, 2011. Son dos datos fríos que, sin embargo, resumen bien la trayectoria vital de un poeta marcado por la Guerra Civil, un hecho que lo convirtió en niño del exilio republicano. La palabra vital es importante porque nunca dejó que esa marca fuera la de la derrota. "Pasé un poco de hambre", decía. "Sufrí una pobreza relativa, pero a cambio de eso viajé, conocí países, estudié libremente. No tengo por qué reclamar nada".
A pesar de que el cuerpo dejó de acompañarle cuando le detectaron el cáncer que ha terminado con su vida, su cabeza y su ánimo nunca dejaron de funcionar a pleno rendimiento. Cuando en primavera publicó un libro de poemas, Estuario, ya había entregado otro a Pre-Textos, su editorial española de toda la vida. Semanas después publicaba un volumen que recopila dos años de entradas de su blog y el libro de ensayos Digo Yo (Fondo de Cultura Económica), una obra que ahora es imposible no leer como un testamento, que contiene algunas de las más brillantes reflexiones sobre la idea de exilio -una condición, no un tema ni una identidad, decía- y, de paso, recuerda a algunos de sus maestros y amigos: de Juan Ramón Jiménez a Ramón Gaya pasando por Juan Gil-Albert. Ese volumen, además, recoge los discursos que pronunció al recoger algunos de los premios que jalonaron su trayectoria: el Octavio Paz, el Juan Rulfo, el Extremadura a la Creación, el García Lorca...
Hace unos días, además, recibió en Aguascalientes un homenaje, al lado del argentino Juan Gelman, ambos ganadores del Premio Poetas del Mundo Latino Víctor Sandoval. Esa era una de las razones de una estancia en México que se ha convertido en definitiva, aunque Tomás Segovia no necesitaba ninguna para viajar a un país en el que era un mito. ¿Mexicano? ¿Español? Poeta alemán lo llamó su amigo José Bergamín. Hispano decía él, que, pese a todo, defendió siempre que un escritor es más de su época que de su país. Después de "asomarse", era el verbo que él usaba, a España un año después de la muerte de Franco, Tomás Segovia se instaló en Madrid en 1985 porque echaba de menos el paso de las estaciones. No era raro verlo cada mañana escribiendo en el Café Comercial de la Glorieta de Bilbao. "Necesito ruido para concentrarme", decía. Había nacido en Valencia en mayo de 1927. Por casualidad. Cuando un alto cargo del gobierno valenciano le preguntó, con motivo de un premio, a qué se debía su nacimiento allí, él contesto citando a un actor: "Mi madre, que era sevillana, estaba aquí, y en un momento así, yo quería estar a su lado". Así era el humor de un hombre que pasó como refugiado por París y Casablanca antes de trasladarse con su familia al Distrito Federal en 1940. Allí se vinculó al Colegio de México, en el que más tarde ejerció como profesor. Lo mismo que en las universidades estadounidenses de Princeton y Maryland.
"Aunque yo me desmarco del gueto del exilio español, como dicen en México: lo que sea, de cada quien. Fue gente que nunca tuvo tiempo de ganar, en nada. Fueron siempre las víctimas", decía. Él, que durante un tiempo fue un estrecho pero díscolo colaborador de Octavio Paz, fue un hombre libre, un enorme traductor de autores como Shakespeare, Nerval o Ungaretti y un ensayista de primer orden sobre cuestiones de poesía y lingüística. Pero fue sobre todo un poeta que pasará a la historia de la literatura por libros como Anagnórisis, Cantata a solas o los más recientes Salir con vida y Siempre todavía.Hace unos días, además, recibió en Aguascalientes un homenaje, al lado del argentino Juan Gelman, ambos ganadores del Premio Poetas del Mundo Latino Víctor Sandoval. Esa era una de las razones de una estancia en México que se ha convertido en definitiva, aunque Tomás Segovia no necesitaba ninguna para viajar a un país en el que era un mito. ¿Mexicano? ¿Español? Poeta alemán lo llamó su amigo José Bergamín. Hispano decía él, que, pese a todo, defendió siempre que un escritor es más de su época que de su país. Después de "asomarse", era el verbo que él usaba, a España un año después de la muerte de Franco, Tomás Segovia se instaló en Madrid en 1985 porque echaba de menos el paso de las estaciones. No era raro verlo cada mañana escribiendo en el Café Comercial de la Glorieta de Bilbao. "Necesito ruido para concentrarme", decía. Había nacido en Valencia en mayo de 1927. Por casualidad. Cuando un alto cargo del gobierno valenciano le preguntó, con motivo de un premio, a qué se debía su nacimiento allí, él contesto citando a un actor: "Mi madre, que era sevillana, estaba aquí, y en un momento así, yo quería estar a su lado". Así era el humor de un hombre que pasó como refugiado por París y Casablanca antes de trasladarse con su familia al Distrito Federal en 1940. Allí se vinculó al Colegio de México, en el que más tarde ejerció como profesor. Lo mismo que en las universidades estadounidenses de Princeton y Maryland.
Difícil de clasificar, una vez le preguntaron si la literatura del exilio es literatura española. Su respuesta: "Un escritor español del siglo XX es más del siglo XX que español. Tiene más que ver con un checo del mismo siglo que con un compatriota suyo del XV. Las identidades existen, pero de hecho, no de derecho. Invocar como derecho un hecho diferencial es lo más alejado que existe de la democracia. Es lo mismo que invoca un rey respecto a sus antepasados. Al final, la identidad siempre acaba en bombas. Más que las identidades importan las lealtades. Y para ser leal hay que ser libre, único, mientras que lo identitario es lo idéntico".
Los últimos libros de poemas de Tomás Segovia, escritos de memoria mientras caminaba, son un canto al milagro de estar vivo cada mañana, a la duración del tiempo y al tiempo atmosférico: al sol, la lluvia, el frío. Y al amor. María Luisa, su esposa, ha sido hasta el final una parte cabal de sí mismo. De eso habla una de los últimos textos que publicó. Se titula Lo que tengo: "Siempre me canso de contar / Antes de contemplar el inventario / De todo lo que tengo / Tantos amaneceres y crepúsculos / Y altas noches calladas / Tantos árboles por todo el mundo / Casi todos con pájaros / Tantas delicias para el tacto y para el ojo / Y el oído hasta donde todavía me llega / Para el olfato y el taimado gusto / Y tantas horas para estar despierto / Y otras para soñar dormido / Y tantos días con sus noches / Como el fiel renovarse de las olas / Todo eso tengo y además / La mujer que me tiene".
Segovia estaba casado con María Luisa Capella y tenía cuatro hijos: Inés, Ana y Francisco (de su matrimonio con Inés Arredondo) y Rafael (de su matrimonio con Michelle Abán).
Tomás Segovia y la también gran escritora, Elena Poniatowska |
Segovia estaba casado con María Luisa Capella y tenía cuatro hijos: Inés, Ana y Francisco (de su matrimonio con Inés Arredondo) y Rafael (de su matrimonio con Michelle Abán).
http://tomassegovia2.blogspot.com/
Y otro homenaje, esta vez de Juan Villorio, escritor mexicano e hijo de republicanos españoles en el exilio:
ADIÓS A UN PUENTE ENTRE CONTINENTES
LA REFORMA, MÉXICO. JUAN VILLORO 09/11/2011
"No te rezagues por mi culpa", me dijo Tomás Segovia en la Terminal 4 del aeropuerto de Barajas. Habíamos compartido el vuelo de México a España. Él podía caminar, pero estaba recién operado y aguardaba una silla de ruedas. Habló con humor de las intervenciones que lo habían convertido en un "personaje de ciencia ficción", sin modificar la sonrisa que cautivó a varias generaciones de alumnas. Insistí en acompañarlo. "No digas que no te lo advertí", agregó. Minutos después un hombre vestido de azul llegó con la silla de ruedas y llaves magnéticas que abrían todas las puertas del aeropuerto. Atravesamos con celeridad el laberinto hasta llegar a la zona de equipajes. El camino que parecía más esforzado había sido un atajo. Una metáfora de las muchas enseñanzas del maestro.
Tomás Segovia fue el extraordinario poeta de Anagnórisis, un ensayista que combinaba la claridad de exposición con el refinamiento intelectual, y un traductor ejemplar. Vertió al español Shakespeare: la invención de lo humano, de Harold Bloom, como un boxeo de sombra para su inaudita versión deHamlet, obra maestra del trasvase de idiomas que provoca la rara impresión de que el original fue escrito en nuestra lengua. Asombrosamente, esa traducción impar aún no se ha puesto en escena.
Como Juan José Arreola, sabía que el oficio literario le debe mucho de sabidurías prácticas, como la carpintería o la albañilería. Era un artesano notable, capaz de reparar cualquier mueble y mejorar cualquier casa, y uno de los mayores conocedores de métrica en el idioma (su prólogo a la traducción de Hamlet lo confirma). Le gustaba hacer sus propios libros, de un gusto que se disfrutaba con el tacto. Al mismo tiempo, circulaba con fluidez por Internet, plaza virtual donde prefiguró a los indignados. Interesado en la palabra como experiencia liberadora, tuvo una activa correspondencia con el Subcomandante Marcos, firmada con el nombre de su alter ego, Matías Vegoso.
Leía en público con una espléndida voz rasposa, similar al viento invernal que anima tantos de sus versos. Lo recuerdo en una lectura con el poeta venezolano Rafael Cadenas, hablando del aire que limpia la mirada y la primera luz del día. No le gustaba desechar los poemas que ya había escrito. Juzgaba que cada uno de ellos era un acto de presencia; por alguna razón habían nacido y no debían ser suprimidos. Más que escritos, esos poemas le parecían amanecidos.
Sus traducciones de obras de teatro, sus clases en la UNAM y el Colegio de México, sus diálogos sobre poesía con Antonio Alatorre, sus tertulias con autores jóvenes (entre ellos su hijo Francisco, poeta y ensayista admirable), prosperaron con la magia de las virtudes que parecen no requerir de esfuerzo.
No quiso ser un poeta "establecido" y dudaba en aceptar honores. En la entrega del Premio Octavio Paz, Guillermo Sheridan, miembro del jurado, contó que Paz le preguntó en India a un chamán: "¿Hay que aceptar premios?". El hombre le arrojó una naranja y Paz la atrapó al vuelo. Recibir un premio podía ser eso, un gesto tan natural como recibir un fruto. Acto seguido, Sheridan hizo rodar una naranja sobre la mesa que fue a dar a las manos de Tomás Segovia. "¿Quién se niega a una naranja?", sonrió el poeta.
Segovia llegó a México cuando España se había perdido a sí misma en la Guerra Civil y acabó ganando dos países. En los últimos años cruzaba el mar con la tranquilidad de quien cruza un pasillo para ir a otra parte de su casa.
Cuando hicimos el raudo recorrido por Barajas, valiéndonos de los privilegios de su silla de ruedas, abrió los brazos al avistar a su compañera, María Luisa Capella, que había ido a recibirlo. Antes de despedirse, me dijo: "Te convino estar conmigo".
Nada más cierto.
Y otro homenaje, esta vez de Juan Villorio, escritor mexicano e hijo de republicanos españoles en el exilio:
ADIÓS A UN PUENTE ENTRE CONTINENTES
LA REFORMA, MÉXICO. JUAN VILLORO 09/11/2011
"No te rezagues por mi culpa", me dijo Tomás Segovia en la Terminal 4 del aeropuerto de Barajas. Habíamos compartido el vuelo de México a España. Él podía caminar, pero estaba recién operado y aguardaba una silla de ruedas. Habló con humor de las intervenciones que lo habían convertido en un "personaje de ciencia ficción", sin modificar la sonrisa que cautivó a varias generaciones de alumnas. Insistí en acompañarlo. "No digas que no te lo advertí", agregó. Minutos después un hombre vestido de azul llegó con la silla de ruedas y llaves magnéticas que abrían todas las puertas del aeropuerto. Atravesamos con celeridad el laberinto hasta llegar a la zona de equipajes. El camino que parecía más esforzado había sido un atajo. Una metáfora de las muchas enseñanzas del maestro.
Tomás Segovia fue el extraordinario poeta de Anagnórisis, un ensayista que combinaba la claridad de exposición con el refinamiento intelectual, y un traductor ejemplar. Vertió al español Shakespeare: la invención de lo humano, de Harold Bloom, como un boxeo de sombra para su inaudita versión deHamlet, obra maestra del trasvase de idiomas que provoca la rara impresión de que el original fue escrito en nuestra lengua. Asombrosamente, esa traducción impar aún no se ha puesto en escena.
Como Juan José Arreola, sabía que el oficio literario le debe mucho de sabidurías prácticas, como la carpintería o la albañilería. Era un artesano notable, capaz de reparar cualquier mueble y mejorar cualquier casa, y uno de los mayores conocedores de métrica en el idioma (su prólogo a la traducción de Hamlet lo confirma). Le gustaba hacer sus propios libros, de un gusto que se disfrutaba con el tacto. Al mismo tiempo, circulaba con fluidez por Internet, plaza virtual donde prefiguró a los indignados. Interesado en la palabra como experiencia liberadora, tuvo una activa correspondencia con el Subcomandante Marcos, firmada con el nombre de su alter ego, Matías Vegoso.
Leía en público con una espléndida voz rasposa, similar al viento invernal que anima tantos de sus versos. Lo recuerdo en una lectura con el poeta venezolano Rafael Cadenas, hablando del aire que limpia la mirada y la primera luz del día. No le gustaba desechar los poemas que ya había escrito. Juzgaba que cada uno de ellos era un acto de presencia; por alguna razón habían nacido y no debían ser suprimidos. Más que escritos, esos poemas le parecían amanecidos.
Sus traducciones de obras de teatro, sus clases en la UNAM y el Colegio de México, sus diálogos sobre poesía con Antonio Alatorre, sus tertulias con autores jóvenes (entre ellos su hijo Francisco, poeta y ensayista admirable), prosperaron con la magia de las virtudes que parecen no requerir de esfuerzo.
No quiso ser un poeta "establecido" y dudaba en aceptar honores. En la entrega del Premio Octavio Paz, Guillermo Sheridan, miembro del jurado, contó que Paz le preguntó en India a un chamán: "¿Hay que aceptar premios?". El hombre le arrojó una naranja y Paz la atrapó al vuelo. Recibir un premio podía ser eso, un gesto tan natural como recibir un fruto. Acto seguido, Sheridan hizo rodar una naranja sobre la mesa que fue a dar a las manos de Tomás Segovia. "¿Quién se niega a una naranja?", sonrió el poeta.
Segovia llegó a México cuando España se había perdido a sí misma en la Guerra Civil y acabó ganando dos países. En los últimos años cruzaba el mar con la tranquilidad de quien cruza un pasillo para ir a otra parte de su casa.
Cuando hicimos el raudo recorrido por Barajas, valiéndonos de los privilegios de su silla de ruedas, abrió los brazos al avistar a su compañera, María Luisa Capella, que había ido a recibirlo. Antes de despedirse, me dijo: "Te convino estar conmigo".
Nada más cierto.
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